miércoles, 25 de febrero de 2009

El mercado de Sonora, un laberinto de hechicería y contrabando

En el mercado de Sonora apenas amanece, es domingo y algunos de los locales aún están cerrados. Afuera los nubarrones se muestran amenazantes y el viento de febrero hace sonar las hierbas, adornos, piñatas y papalotes que algunos locatarios exhiben en sus puestos.

Los pasillos están casi vacíos, “apenas van a empezar a llegar los clientes” dice una vendedora de disfraces y pelucas, mientras acomoda con cuidado la ya popular máscara de Barack Obama.

El viento arrastra un olor a manzanilla y romero, y una cumbia que poco tiene que ver con el misterioso ambiente, da la bienvenida al pasillo de hechicería y hierbas medicinales.

Sentada en un banco de madera, una mujer de trenzas largas y mandil floreado muerde un trozo de pan mientras cuida su puesto. Apenas observa a algún curioso que se detiene a mirar la piel de víbora colgada junto a los manojos de pirul y los zorrillos disecados, se levanta del banco, sacude de su mandil las migajas de pan y grita con voz ronca: “amarres, limpias, sanación de almas, ajos macho para atraer la suerte y espejos para ahuyentar a los espantos, todo lo que necesite aquí lo tenemos.”

Los otros locatarios despiertan de su letargo e intentan “ganarse al cliente” ofreciendo mayor variedad de productos: velas para el amor, efigies de la Santa Muerte, pulseras para el mal de ojo, perfumes para retener al ser querido.

Este pasillo, el de los santeros y chamanes que hacen limpias y leen la mano por menos de cien pesos, anuncia la llegada de un pasaje bastante conocido y poco criticado, el de la venta ilícita de animales silvestres.

Aquí, el hedor es penetrante, los animales viven hacinados en estrechas jaulas, el ambiente se cubre de chillidos, cacaraqueos de gallinas que se picotean unas a otras y la música de “los canarios de 7 cantos”.

En este lugar se pueden adquirir desde los más exóticos faisanes, guacamayas, tucanes y loros, hasta los más comunes conejos y perros, muchos de ellos, enfermos o en condiciones deplorables.

¿Cuánto cuesta el puerco espín?- pregunta un hombre de escasos 30 años, mientras se agacha para mirar al desahuciado animal, que duerme sobre su excremento en una pecera de apenas 20 centímetros. -Se lo dejo en mil 200 pesos- responde la vendedora con firmeza.

Los perros, famélicos y necesitados de cariño, miran y dan la pata a cualquier niño que, invadido por la lástima, mete los dedos a través de las rendijas de la jaula. Sapos y tortugas han sido sacados de su hábitat y condenados a vivir en tinajas de plástico, mientras esperan a un aficionado o a un improvisado comprador de animales exóticos, que los adquiera.

Extraños escarabajos disecados, pieles y cornamentas de venado, huevos de tortuga y gran variedad de serpientes, son otros de los productos que se venden de manera ilegal en este mercado.

Al entrar a otro pasillo, la indignación de ver a tantos animales moribundos, se transforma en una hipócrita felicidad de coloridos adornos para fiestas infantiles, piñatas y disfraces. No faltan la máscara de la despreciada Marta Sahagún y del añorado subcomandante Marcos, tampoco el traje de cenicienta o de blanca nieves.

El fin de este laberinto de hechicería y contrabando llega con el sonido de un violín que llora ritmos huastecos, justo en la salida, un hombre de sombrero de palma y bigote canoso toca El Tepetzintleco. Junto a él, en el piso, hay un vaso de plástico en el que se cuentan, cuando mucho, cinco monedas.

Algunas personas se detienen a escuchar los huapangos, otros, sonrientes y con una nueva mascota en los brazos, arrojan una moneda al vaso y se van sin darse cuenta que pasa del medio día y que un sol tímido apenas comienza a asomarse.

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